E
|
n mis ojos lucía aquella tenue luz que hacía sospechar a quien me conocía
lo que sentía por aquella chica.
Esporádicamente mi corazón latía a un ritmo salvaje, pues no siempre conseguía
reunir el valor suficiente para salir de casa e ir en su busca.
Ansiaba aquel momento en que sus labios pronunciaran mi nombre, haciéndome
levantar de mi asiento, subir la mirada y cruzarme con el destello de sus ojos
y la inmensa blancura de su sonrisa.
Por fin llegaba el día en que la vería, salí caminando lentamente de
casa, sin prisas por llegar, pero ansioso por verla en un mágico momento que
solo sucedía en mi mente.
Ya en el umbral, llamé a la puerta. Un sonido característico acompañó a
la energía que impulsó la puerta al abrirse… Y entré…
Con un alegre “Buenos días” me recibió la recepcionista, pero no era mi
recepcionista, no era quien yo quería ver. En un momento todo mi mundo se vino
abajo, ya no tenía la luz de su mirada para guiarme, no tenía su brillante
sonrisa para disfrutarla, ni el dulce tono de su voz para sosegar los bravos
latidos de mi corazón.
Mi mente no aceptaba ese cambio inesperado, me sentía mal, estaba
intranquilo, las piernas me temblaban, los dientes rechinaban dentro de mi boca,
mis ojos miraban al frente sin ver nada más que la imagen que yo quería ver… La
suya…
A punto estuve de levantarme e irme, ya que me hallaba en una espiral
inconsciente de sentimientos enfrentados. Estaba allí por voluntad propia, por
sanación más que nada, pero eso me daba igual, solo quería verla, saborear su grácil
voz en un agradable festín de sentidos que recorrerían todo mi cuerpo, erizando
el bello de mis brazos hasta límites insospechados.
En ese momento escuché un leve arrastrar de pies, y levantando mi cabeza
súbitamente, pude comprobar que Lucia se hallaba saliendo de uno de los
despachos.
Mis ojos volvieron a brillar, mi corazón más que nunca latía al
frenético ritmo de un son de tambores africanos, fue entonces cuando me di
cuenta de la suerte que tenía de contar con su presencia.
Nuevamente deleitó los más profundos deseos de mi mente con su voz.
Acercándose a mí en la más estricta relación comercial de la que hacía gala.
Caminaba lentamente hacia aquella fría habitación, pintada de un azul de
Prusia en un fallido intento de alegrar un mal trago. Yo me limitaba a
escucharla y de reojo mirarla, para que intencionadamente nuestras miradas se
cruzaran y saltase esa chispa que da la vida.
Una nueva batalla, una nueva derrota. Como al cordero que han mandado
degollar me abandona en la puerta de aquel angosto lugar, y yo no puedo más que
sonreír y tumbarme en el potro de tortura que durante los próximos minutos será
mi desaliento y agonía.
Después de un largo rato (más de lo esperado, como casi siempre) me
dejaron despegarme que aquel aparato infernal lleno de cables, trozos
puntiagudos de metal, brazos robóticos y demás artilugios que tantos lloros han
provocado a los infantes, y no tan infantes.
Caminé nuevamente por el gélido y minimalista pasillo, esta vez en
dirección contraria, hacia el mostrador de recepción, esperando una nueva
oportunidad de verla, ya que ahora no podría hacer mucho más con aquellos algodones
dentro de la boca, símbolo inequívoco de una poco menos que dolorosa
extracción.
Una vez llegado al destino, con mi mano derecha colocada sobre el
moflete, me limité a recoger el pedazo de cartón rectangular en el que iba
escrito la fecha de mi próxima oportunidad de hablar con ella. ¿Habría de
esperar dos meses aún para el amor?