El rey volvía de una
cacería a lomos de su corcel favorito. Después de dejar al animal en las
caballerizas reales se dirigió directo al gran salón, donde inerte e impasible
se hallaba su querido trono.
Al entrar en palacio
una suave brisa le erizó la piel. Fue entonces cuando sintió que algo no andaba
bien. Sorprendido al ver que el servicio no salía a recibirle y el silencio más
absoluto reinaba en todo el castillo, percibió como por momentos su corazón se
estrujaba más y más.
Según avanzaba por
los largos pasillos y grandes salones, sus temores crecían. El miedo a que algo
terrible hubiese sucedido fue adueñándose de él.
Al llegar al salón
del trono pudo ver como las candelas que rodeaban e iluminaban toda la sala
yacían en el suelo casi apagadas. Miró en derredor con cierto pánico, gritó el
nombre de su reina y su preciosa hija, pero nadie contestaba.
Volvió corriendo a
los pasillos, llamando por su nombre a cada uno de los caballeros de su
ejército, al servicio, y siendo presa de la desesperación, también llamó a
Gaffy, el bufón de la corte, pero su única respuesta fue recibida directamente
del eco provocado por tan grandes habitaciones.
En toda su vida jamás
había visto el palacio tan vacío, era
una estampa realmente aterradora. Era consciente de la magnitud de su precioso
castillo. Ahora se le antojaba tan minúsculo y asfixiante como la madriguera de
un conejo. Solo el viento que se colaba por los huecos de las paredes le
susurraban algún sonido a sus oídos, pero era evidente que no era lo que el rey
quería escuchar.
En un momento de
lucidez, entre tanto desconcierto, pensó que quizás su querida esposa estuviese
dando una fiesta por su aniversario en los jardines traseros, y esta hubiese
empezado sin él.
Con esa idea fija y
esperanzadora corrió hasta la gran escalinata que daba paso a un gran arco
floral que hacía las veces de entrada al precioso y laberíntico jardín. Comenzó
a recorrer cada uno de los pasillos, hasta que por fin, al final de uno de los
ya casi oscuros pasajes por el atardecer, vio un bulto extraño, como si de un
montón de heno se tratara.
Corrió hacia él como
alma que lleva el diablo y al llegar se convirtieron en realidad sus peores
temores. Su hija, Claudia, yacía muerta con el cuello abierto de un extremo al
otro, como la sonrisa desfigurada de un maléfico arlequín. Se arrodilló ante
ella, la rodeó con su brazo izquierdo, y
preso de ira y cólera esgrimió su espada clavándola en el suelo, lanzando al
tiempo un gutural alarido salido de lo más profundo de su ser.
Al cabo de unos
minutos, ya pasado el cénit de su ira, decidió buscar al culpable de tal
atrocidad, cegado por la ira recorrió uno por uno los sinuosos recovecos del
jardín, encontrando a todos y cada uno de los habitantes del castillo, incluida
a su inmaculada y bella esposa, asesinados de las formas más atroces
imaginables. Vientres abiertos con las tripas desparramadas por el suelo, cabezas
despojadas de sus troncos clavadas en picas, cuerpos calcinados en improvisadas
hogueras...
Vociferó al viento,
al cielo, e incluso a Dios mil maldiciones, preguntándose porque había podido
sufrir un castigo como aquel. En un solo día se había quedado solo, y no
acertaba a comprender por qué.
La oscuridad total
llegó, y el rey, exhausto de tanto aullar al viento perdió el conocimiento.
Lejanas voces
llegaban a sus oídos, como si estuvieran metidas en lo más profundo de una
cueva. Entonces, y no sin hacer grandes esfuerzos, comenzó a abrir los ojos
lentamente. Estaba en su lecho, junto a su esposa, que lo miraba con la ternura
de una joven enamorada.
─ ¿Qué ha pasado? ─preguntó el desdichado y
desconcertado rey.
─ Has sufrido
una mala caída de tu caballo amor mío. Tus piernas...
─ ¡No sigas mujer!
─ordenó con cierto enfado el rey─. Me he quedado tullido, ¿no es así?
─ Así es ─contestó su esposa con lágrimas en los ojos.
Quedó en silencio,
pensando en la pesadilla que había tenido desde la caída, y se alegró entonces
de que la realidad fuese que sus piernas hubiesen quedado paralizadas, ya que
prefería mil veces esa circunstancia que haber perdido a su familia como en el
sueño.
Moraleja: Nunca
pienses que tu desgracia es la peor, ya que siempre hay una situación peor que
no puedes llegar a imaginar.
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