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domingo, 3 de abril de 2016

El rey benévolo

El rey volvía de una cacería a lomos de su corcel favorito. Después de dejar al animal en las caballerizas reales se dirigió directo al gran salón, donde inerte e impasible se hallaba su querido trono.

Al entrar en palacio una suave brisa le erizó la piel. Fue entonces cuando sintió que algo no andaba bien. Sorprendido al ver que el servicio no salía a recibirle y el silencio más absoluto reinaba en todo el castillo, percibió como por momentos su corazón se estrujaba más y más.

Según avanzaba por los largos pasillos y grandes salones, sus temores crecían. El miedo a que algo terrible hubiese sucedido fue adueñándose de él.

Al llegar al salón del trono pudo ver como las candelas que rodeaban e iluminaban toda la sala yacían en el suelo casi apagadas. Miró en derredor con cierto pánico, gritó el nombre de su reina y su preciosa hija, pero nadie contestaba.

Volvió corriendo a los pasillos, llamando por su nombre a cada uno de los caballeros de su ejército, al servicio, y siendo presa de la desesperación, también llamó a Gaffy, el bufón de la corte, pero su única respuesta fue recibida directamente del eco provocado por tan grandes habitaciones.

En toda su vida jamás había visto el palacio tan vacío,  era una estampa realmente aterradora. Era consciente de la magnitud de su precioso castillo. Ahora se le antojaba tan minúsculo y asfixiante como la madriguera de un conejo. Solo el viento que se colaba por los huecos de las paredes le susurraban algún sonido a sus oídos, pero era evidente que no era lo que el rey quería escuchar.

En un momento de lucidez, entre tanto desconcierto, pensó que quizás su querida esposa estuviese dando una fiesta por su aniversario en los jardines traseros, y esta hubiese empezado sin él.

Con esa idea fija y esperanzadora corrió hasta la gran escalinata que daba paso a un gran arco floral que hacía las veces de entrada al precioso y laberíntico jardín. Comenzó a recorrer cada uno de los pasillos, hasta que por fin, al final de uno de los ya casi oscuros pasajes por el atardecer, vio un bulto extraño, como si de un montón de heno se tratara.

Corrió hacia él como alma que lleva el diablo y al llegar se convirtieron en realidad sus peores temores. Su hija, Claudia, yacía muerta con el cuello abierto de un extremo al otro, como la sonrisa desfigurada de un maléfico arlequín. Se arrodilló ante ella, la rodeó con su brazo izquierdo,  y preso de ira y cólera esgrimió su espada clavándola en el suelo, lanzando al tiempo un gutural alarido salido de lo más profundo de su ser.

Al cabo de unos minutos, ya pasado el cénit de su ira, decidió buscar al culpable de tal atrocidad, cegado por la ira recorrió uno por uno los sinuosos recovecos del jardín, encontrando a todos y cada uno de los habitantes del castillo, incluida a su inmaculada y bella esposa, asesinados de las formas más atroces imaginables. Vientres abiertos con las tripas desparramadas por el suelo, cabezas despojadas de sus troncos clavadas en picas, cuerpos calcinados en improvisadas hogueras...

Vociferó al viento, al cielo, e incluso a Dios mil maldiciones, preguntándose porque había podido sufrir un castigo como aquel. En un solo día se había quedado solo, y no acertaba a comprender por qué.


La oscuridad total llegó, y el rey, exhausto de tanto aullar al viento perdió el conocimiento.

Lejanas voces llegaban a sus oídos, como si estuvieran metidas en lo más profundo de una cueva. Entonces, y no sin hacer grandes esfuerzos, comenzó a abrir los ojos lentamente. Estaba en su lecho, junto a su esposa, que lo miraba con la ternura de una joven enamorada.

─ ¿Qué ha pasado? ─preguntó el desdichado y desconcertado rey.

─  Has sufrido una mala caída de tu caballo amor mío. Tus piernas...

─ ¡No sigas mujer!  ─ordenó con cierto enfado el rey─. Me he quedado tullido, ¿no es así?

─  Así es  ─contestó su esposa con lágrimas en los ojos.

Quedó en silencio, pensando en la pesadilla que había tenido desde la caída, y se alegró entonces de que la realidad fuese que sus piernas hubiesen quedado paralizadas, ya que prefería mil veces esa circunstancia que haber perdido a su familia como en el sueño.


Moraleja: Nunca pienses que tu desgracia es la peor, ya que siempre hay una situación peor que no puedes llegar a imaginar.